Esa tendencia a poner por delante la libertad sin más limitaciones qué las impuestas por las leyes, han generado una distorsión en los fines de la vida humana. El objetivo de una vida buena ha sido alegremente sustituido por el de una buena vida, la posición de los términos determina el significado que es bastante distinto. Si la vida buena, alude a la vida normalmente ordenada, la buena vida puede estar en las antípodas de la existencia orientada por valores morales.
En cualquier caso, por desgracia, no es la bondad moral lo que sirve de Guía a la buena vida. En la sociedad consumista mediática y volcada en lo único, con deseo de enriquecerse fácilmente, nada impide entregarse a las tentaciones de la buena vida y además dejar de hacerlo es visto como una señal de inteligencia escasa. No existe una tendencia natural a vivir de acuerdo con los valores Morales, no hay nada en el entorno que anime a hacerlo. Todo lo contrario.
Quien busca la experiencia en todo lo que hace es discreto y educado, es una excepción en medio del páramo moral en el que abundan individuos que roban, qué mienten, que incumple los compromisos, que maltratan a los extraños, y que no conocen otra motivación que la del egoísmo.
Elegir los valores éticos cómo la brújula de nuestras vidas supone un esfuerzo sin recompensa. Por ello, algunos filósofos han preferido separar la felicidad de la virtud o de la vida buena . Si la felicidad es indisociable del placer y el aprendizaje ético no es precisamente placentero es que estamos hablando de cosas distintas al vincular la felicidad y la vida buena.
Otros filósofos sin embargo siguen manteniendo, como ya hizo Aristóteles que el fin de la vida humana es la felicidad y ésta sólo se alcanza viviendo como se debe. Entre ellos destaca Jon Stuart Mill, quien no sólo creyó que la felicidad era un fin muy coherente con la ética, sino qué hizo esfuerzos ímprobos por explicar qué actitudes tampoco reconocidas socialmente como la preocupación por los demás y el cultivo de la vida intelectual son en realidad las fuentes de la auténtica felicidad. Mill entendía que el sacrificio o la abnegación no eran valores por sí mismos, pero podían llegar a serlo si se ponían al servicio de la mejora de la humanidad: “es mejor ser un Sócrates insatisfecho, que un necio satisfecho” proclamó. Pero ¿quién suscribiría hoy tal afirmación? muchos parecen preferir la satisfacción del necio a la insatisfacción de Sócrates, equiparan la felicidad con la satisfacción inmediata del deseo, con la posesión de bienes externos, con los intereses egoístas, con la buena vida y no con la vida buena.
Lo bueno es indefinible, ya lo vieron los filósofos analíticos, porque no se corresponde con ninguna propiedad natural. Por eso es tan fácil pervertir su significado subjetivándolo y olvidándose de que, aun cuando el concepto sea impreciso, ciertos ingredientes no caben en él. A falta de definición, nos hemos acostumbrado a identificar lo bueno con lo que deseamos y admiramos, sin atender al detalle de que “lo deseado” y “lo admirado” no siempre coinciden con “lo deseable” o “lo admirable”. Así, vivir bien se equipara a la satisfacción inmediata de cualquier deseo: poder comprar lo que a uno le apetece, sacar provecho personal de las posiciones que uno ocupa, quizás si no se preste atención se pueda ir sin freno.
Lo más importante es sentirse bien consigo mismo desde el interior, independientemente de lo que se tenga y cómo se tenga. Si trabajamos nuestro espíritu y una vida buena, entonces, tendremos el éxito garantizado.