Se me antoja que tu origen pudiera ser el Tíbet ¿Alguna vez estuviste allí o solo fuiste el sueño lejano de un monje exiliado?
Eres un curioso cuadrado alargado inundado de dibujos cromados que conforman un baile de colores entre las diversas figuras geométricas ¿Qué mensajes escondes en esas coordenadas? ¿Podré acceder a ellos?
Me dejas ver el centro de tu corazón, el contenido en su interior es cilíndrico y me permite que vislumbre el resto de la cavidad que lo cobija; rojo por doquier, el color que reina entre verdes, amarillos y algunas pizcas de negros. Cuatro esquinas se perfilan en tu madera noble y misteriosa.
Te toco, eres suave, algo irregular y un poco rugoso en algunas de las partes de tus cuatro paredes laterales. Disfruto tu frente y las curvas del dibujo de tu cavidad corazón con forma del perfil de una madalena.
Tiro de la pequeña pieza de madera que tienes a tus pies, una cuerda hace girar tu cilindro interno. Pido un deseo, elevo una oración. Quizás ya es tarde para eso porque Buana parece estar muy lejos. ¿Qué pediría el monje que te dio la vida? ¿Te rezaría cada día como yo estoy empezando a hacer?
Tus patitas sostienen el peso del total de tu composición, elevándola unos centímetros por encima del suelo, permitiendo que el aire mueva la energía de mi plegaria, una plegaria que probablemente nunca obtenga respuesta. Buana sigue muy lejos.
Hueles al paso de los años, quizás a añejo. Un barniz moderno y otro antiguo se funden en eterno compromiso. Tintes naturales con toques florales de orígenes desconocidos.
Fantaseo con probarte y mi boca empieza a generar sabores amargos, agrios y hasta un cierto toque a ácido. Mi lengua remueve tus jugos maridándolos con los flujos sutiles de mi saliva. El resultado es afrodisiaco, incluso alucinógeno.
Me tumbo para seguirte contemplando mientras dejo que el efecto de la explosión de tus sabores me lleve a otro mundo. Mis brazos caen rendidos y mis ojos se van cerrando poco a poco con la última visión de tu majestuosidad.
Este es mi opio, mi paraíso, el lugar donde viven los Espíritus. Entonces, entre las sombras de mi mente aparece tu padre, un monje de túnica naranja y cabeza rapada. Me sonríe, me da la mano y me dice “por fin has llegado”. ¿Dónde estoy?
Aprecio esbozos de recuerdos de aquello que ocurrió. ¿He conseguido olvidarlo en el mundo de los humanos? ¿He llegado al plano de los Espíritus para volver a observarlo?
El monje me sigue mirando sin hacer el más mínimo pestañeo con sus ojos. Está tan quieto que parece una estatua de piedra. Comienzo a sentir la llegada de sus pensamientos a mi mente.
La energía del opio sigue fluyendo por mi cuerpo, llevándome a un plano donde todo parece diferente. Puedo volver a tocarla, ella está aquí, a mi lado. Sería imposible recordar todas las palabras que habían pronunciado esos labios a lo largo de su vida, estaban entrenados como una bailarina de primera línea.
Sus labios son carnosos y generosos, sobresalen ligeramente en su parte superior y se van haciendo más pequeños hacia la comisura y la parte inferior. Arriba y abajo, dos mundos que tantas veces se han unido al mismo ritmo.
Me atrevo a tocarlos. Su textura es suave, apenas rugosa en una de sus zonas y más bien resbalosa. Noto el calor que sale desprendido de su carne abultada que genera un sutil pálpito como si dentro de ellos hubiera otro corazón.
Me aproximo discretamente para olerlos. Fresa y mango, es lo primero que brota en mi mente, pero también un ligero olor a café con matices de madera. ¿Qué ha sido lo último que han ingerido esos labios?
No sé si lo que estoy a punto de hacer forma parte de mi trabajo o por el contrario nace de un controlable impulso erótico hacia esos labios. Los junto con los míos, sin oprimirlos y dejando unas décimas de milímetros entre ellos. Su sabor es aún fresco, a pesar de las circunstancias que los rodean. El aroma a café penetra por la comisura de mis labios, dando paso a la fresa y al mango.
Entonces, arrollado por una emoción primitiva, totalmente salvaje muerdo los labios que yacen inertes sin ninguna expresión. Su carne era jugosa, el líquido rojo que brota aún estaba caliente e inunda con sus jugos mis papilas gustativas generando un dulce amargo que alimenta mis ganas de seguir allí sentado.
No sé cuando ha llegado mi compañero, ni tampoco porqué me esposa.
Esta mañana me habían avisado de la aparición de un cuerpo sin vida debajo del puente de Carlos V. He venido lo antes que he podido para ver de quién se trataba. Algo me decía que quizás podía conocer a la víctima.
Tampoco se si he sido yo quien ha acabado con su vida o, por el contrario, su asesino anda suelto por las calles de la ciudad de Praga.
Buana tiene los ojos cerrados, su cabello oscuro está revuelto y sus labios llenos de sangre que han provocado mis mordiscos.
Mi compañero me levanta del suelo, me mira con la cara totalmente desencajada haciendo lo posible por cumplir con su deber.
Llegados a ese punto, ¿cuál es mi deber? quizás ya lo he cumplido.
Pienso que sí conocía a Buana, que probablemente había vivido toda una vida a su lado y que después de lo que había hecho solo merecía morir.
La dedico una última mirada, la sonrío y, sobre todo, me río por dentro porque sería imposible que alguien adivinara lo que en realidad ha ocurrido aquí. Esos labios no volverán a pecar nunca más.»
El monje sigue a mi lado. Me sonríe, me da la mano y de nuevo me dice “por fin has llegado”.
¿Dónde estoy? ¿Sigo en el mundo de los Espíritus?
Buana parece haberse ido. Cierro mis ojos. El opio se apodera de mi voluntad. Me abandono. Ella aparece entre la bruma de unas sombras.
“Buana, amada mía, ahora estás más cerca”.
Ella no me responde pero me coge la mano.
Solo veo un camino. Elijo seguir sus pasos por el plano de los Espíritus.
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