Historia de unos labios
Sería imposible recordar todas las palabras que habían pronunciado esos labios a lo largo de su vida, estaban entrenados como una bailarina de primera línea.
Sus labios eran carnosos y generosos, sobresalían ligeramente en su parte superior y se iban haciendo más pequeños hacia la comisura y la parte inferior. Arriba y abajo, dos mundos que tantas veces se habían unido al mismo ritmo.
Ese día me atreví a tocarlos. Su textura era suave, apenas rugosa en una de sus zonas y más bien resbalosa. Noté el calor que salía desprendido de su carne abultada que generaba un sutil pálpito como si dentro de ellos hubiera otro corazón.
Me aproximé discretamente para olerlos. Fresa y mango, fue lo primero que brotó en mi mente, pero también un ligero olor a café, algo amaderado.
¿Qué habría sido lo último que habían ingerido esos labios?
No recuerdo si pensé que lo que estaba a punto de hacer formaba parte de mi trabajo o por el contrario nacía de un controlable impulso erótico hacia esos labios. Los junté con los míos, sin oprimirlos y dejando unas décimas de milímetros entre ellos.
Su sabor era aún fresco, a pesar de las circunstancias que los rodeaban. El aroma a café penetró por la comisura de mis labios, dando paso a la fresa y al mango.
Fue entonces cuando, arrollado por una emoción primitiva, totalmente salvaje mordí los labios que yacían inertes sin ninguna expresión. Su carne era jugosa, el líquido rojo que brotaba aún estaba caliente e inundó con sus jugos mis papilas gustativas generando un dulce amargo que alimentó mis ganas de seguir allí sentado.
No recuerdo cuando llegó mi compañero, ni tampoco porqué me esposaron.
Aquel día me habían avisado de la aparición de un cuerpo sin vida debajo del puente de Carlos V. Me dirigí lo antes que pude para ver de quién se trataba. Algo me decía que quizás podía conocer a la víctima.
Tampoco recuerdo si fui yo quien acabó con su vida o, por el contrario, su asesino andaba suelto por las calles de la ciudad de Praga.
Buana tenía los ojos cerrados, su cabello oscuro revuelto y unos labios llenos de sangre que mis mordiscos habían provocado.
Mi compañero me levantó del suelo, me miró con la cara totalmente desencajada haciendo lo posible por cumplir con su deber.
Llegados a ese punto, ¿cuál era mi deber? quizás ya lo había cumplido.
Entonces, pensé que sí conocía a Buana, que probablemente había vivido toda una vida a su lado y que después de lo que había hecho solo merecía morir.
La dediqué una última mirada, le sonreí y, sobre todo, me reí por dentro porque sería imposible que alguien adivinara lo que en realidad había ocurrido allí. Esos labios no volverían a pecar nunca más.