Recordando la alegría, la agudeza sensorial, el vigor físico y emocional, la sinceridad, el optimismo permanente, la hospitalidad y la ayuda mutua que caracterizan según antropólogos y exploradores de todas las épocas a los pueblos indígenas de los cinco continentes, Félix Rodríguez de la Fuente se preguntaba hace casi 40 años ¿por qué han perdido los hombres civilizados todas estas características que podrían encerrarse en la palabra espontaneidad? y respondía: “seguramente porque llevamos mil años alejados de la naturaleza”.
Desde entonces numerosos estudios confirman la intuición del célebre naturalista, pionero del ecologismo en nuestro país. El contacto cotidiano con la naturaleza es la mejor fuente de salud, bienestar y felicidad para los seres humanos, y sus beneficios se dejan sentir especialmente en niños y jóvenes. Sólo con estar al aire libre, la luz del sol nos proporciona gratuitamente valiosa vitamina D, responsable de la fijación del calcio en los huesos, protege el corazón, asegura un buen funcionamiento de los intestinos, ayuda a no engordar y regula los impulsos del hambre la sed y el sueño. Además favorece un adecuado desarrollo muscular en la adolescencia, refuerza la resistencia física y los sistemas nervioso e inmunitario. La luz con sus ritmos del día y la noche y los ciclos de las estaciones ayuda a equilibrar nuestro organismo.
Parecidos efectos sobre el sistema inmunitario tiene el aire fresco, aunque sea frío. Investigadores alemanes y escandinavos han comprobado que los alumnos de escuelas infantiles situadas en los bosques, que pasan el 90 por ciento del tiempo escolar al aire libre en todas las épocas del año, caen en enfermos con menos frecuencia y desarrollan mejor sus habilidades motoras de coordinación y equilibrio y agilidad que los niños que asisten a escuelas convencionales. Un dato que a los sureños nos cuesta aceptar debido a nuestra cultura, pero que los nórdicos tienen bien integrado: “no hay mal tiempo” suelen argumentar “sino equipamientos inadecuados” y es, en efecto, en los ambientes densos de habitaciones mal ventiladas o en los circuitos de las calefacciones donde se acumula la mayor cantidad de virus y bacterias patógenas.
Lo mismo sucede con el hábito infantil de “mancharse” jugando con barro o tierra, que tanto nos altera a la mayoría de los adultos. Científicos de la Universidad de Bristol (Reino Unido) han dado a conocer que los pacientes de cáncer de pulmón tratados con bacterias “amistosas” presentes en suelos naturales mejoran notablemente su calidad de vida. En sus experimentos, los ratones expuestos a esas mismas bacterias producían más serotonina, la famosa ¡hormona de la felicidad” que estimulan los antidepresivos.
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Al activar suavemente todos los sentidos al mismo tiempo, la naturaleza favorece la agudeza y maduración de los órganos sensoriales infantiles, contribuyendo, entre otras cosas, a la riqueza de su experiencia y al desarrollo de la capacidad de observación. Estas posibilidades, junto con las de movimiento y expresión emocional, sientan las bases para un sólido crecimiento intelectual. Cuando los pequeños pasan tiempo fuera con regularidad, juegan a más cosas y de manera más variada, imaginativa y creativa, interactúan más con sus iguales, y mejoran el lenguaje, el razonamiento y las habilidades de cooperación. Desarrollan un sentido de independencia y autonomía, así como sentimientos positivos sobre sí mismos y los demás, aumentan su autoconciencia, la sensación de bienestar y la autoestima y, en general, comunican un sentimiento de paz y unidad con el mundo.